miércoles, 15 de enero de 2014

Confesiones de Arsenio (I)

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El día transcurrió sin demasiadas novedades, aunque a medida que comenzaba a bajar el sol, comencé a preocuparme. El tiempo que les debía llevar acercarse hasta la tormenta y volver no podía superar las seis horas. Y no es que no pudiera llevarles más. Cuando se internan en el mar, las barcazas se pierden más allá del horizonte. Podrá usted imaginarse la magnitud de la tormenta si desde acá podíamos ver los rayos azotando las islas. Era muy probable que volvieran en dos o tres horas. El mar se veía picado a simple vista y las crestas de espuma podían superar los cinco metros;  puedo asegurarle que en el mar el impacto es más violento. Las barcazas se desbarrancan en las laderas de agua para ser engullidas por sus valles. Uno acá puede correr hasta cualquier vivienda. Basta con subir un par de peldaños hasta la galería para estar a salvo, pero allí lo único que sirve es la pericia y el criterio para darse cuenta de que no se debe continuar. Confiaba en Ramiro, pero las horas pasaban, y de ellos, ni rastro.

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