La flecha le atravesó la garganta. Al
menos, según pensó, en el lugar donde debía estar la garganta. El cuerpo
alargado se retorció alrededor del eje perpendicular que había formado la
flecha con el tronco del sauce al cual la había clavado. Supuso que no
tardaría en entregarse a la agonía, aunque en un principio se negó a su destino
dándole latigazos al tronco. A diferencia de otras serpientes, la letalidad de
la yarará no estaba en su fuerza muscular, sino en el veneno de sus colmillos,
que poco y nada le servía en aquella ocasión. Decidió terminar con su dolor. Se
acercó a ella y de un machetazo la cortó por encima de la flecha. La cabeza
triangular se desplomó para desaparecer entre medio de la maleza. Luego de
limpiar la flecha y guardarla en su carcaj, no tardó mucho en sacarle la piel y en rescatar sus partes más suculentas. Las asó con un pequeño fuego que le sirvió
para calentarse y mantener a raya otras alimañas. La víbora de cruz no era
menos letal que los principales habitantes de la isla, a quienes no tardaría en
encontrar.
martes, 22 de abril de 2014
miércoles, 15 de enero de 2014
Confesiones de Arsenio (I)
El día transcurrió sin demasiadas novedades,
aunque a medida que comenzaba a bajar el sol, comencé a preocuparme. El tiempo
que les debía llevar acercarse hasta la tormenta y volver no podía superar las
seis horas. Y no es que no pudiera llevarles más. Cuando se internan en el mar,
las barcazas se pierden más allá del horizonte. Podrá usted imaginarse la
magnitud de la tormenta si desde acá podíamos ver los rayos azotando las islas.
Era muy probable que volvieran en dos o tres horas. El mar se veía picado a
simple vista y las crestas de espuma podían superar los cinco metros; puedo asegurarle que en el mar el impacto es
más violento. Las barcazas se desbarrancan en las laderas de agua para ser
engullidas por sus valles. Uno acá puede correr hasta cualquier vivienda. Basta
con subir un par de peldaños hasta la galería para estar a salvo, pero allí lo
único que sirve es la pericia y el criterio para darse cuenta de que no se debe
continuar. Confiaba en Ramiro, pero las horas pasaban, y de ellos, ni rastro.
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