sábado, 12 de noviembre de 2011

De Montero (fragmento de El Pez)

Guillermo Montero caminó inspirando el aire profundo que venía desde el río sin terminar de entender lo que estaba sucediendo. El caso era excepcional, digno de una novela de Conan Doyle o de Christie, o de algún cuento de Poe: el crimen perfecto que no dejaba rastros o, mejor dicho, que dejaba rastros que se llevaba el agua, que, para el caso, era lo mismo. 
Claro que en los grandes maestros del policial había Holmes o había Poirots o había Marples. En la escena policial porteña, no existía ningún apellido que pudiera enmarcarse en alguna de esas novelas con finales felices, en las que los criminales terminaban tras las rejas. En todo caso, era pertinente que rectificara parte de su razonamiento: los crímenes perfectos en Doyle, en Christie o en Poe, no existían. Para eso estaban esas grandes investigaciones cortadas por la tijera racionalista que, a pura lógica, lograban que los crímenes fueran imperfectos. 
Los crímenes perfectos se daban en Buenos Aires porque no había —o no había conocido a— ningún escritor que hubiera concebido a un Holmes; en todo caso,  había creado a un ser llamado Montero, que distaba mucho de ser perfecto.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

De Sabrina (fragmento de El Pez)

"... Su relato fue convincente, seguro, aunque por momentos Patricio debiera escuchar atentamente el hilo de voz por el que fluían sus palabras. La voz de Sabrina era tranquila, fina, y supuso que podía llegar al alarido en el caso de tener que ensayar un grito. Desde la aparición del Pez, Sabrina había tenido dificultades para mantener la concentración en lo que hacía. Si bien era algo que, había descubierto, había comenzado a controlar, durante la primera semana sufrió ataques de pánico que se fueron disipando a medida que los días fueron transcurriendo. Sintió que, de alguna manera, la imagen del Pez se le diluía. Sabrina le confesó que cualquier descripción que pudiera hacerle quedaría chica y que no le haría justicia a la impresión que le había provocado su presencia. Entender lo que significaba el Pez, sólo se comprendía en el marco de haberlo observado. Eso podía preguntárselo a cualquier testigo. Todos coincidirían en que cualquier definición o descripción del ser estaba fuera del alcance de cualquiera que no lo hubiese visto. Patricio asintió respetuosamente porque lo sabía. A través de las distintas entrevistas que había realizado, se había dado cuenta de que todos los testigos coincidían en algo: a medida que el tiempo pasaba, la sensación de pánico que habían sentido iba decayendo para ser sustituida por un recuerdo de vaguedad hacia el Pez, por una suerte de incapacidad a no poder describir con palabras lo que habían visto. Parecía como si hubiera una fuerza interna que, por un lado, se encargaba de ir desdibujando la imagen y, por otro, procuraba aplacar la sensación repulsiva que habían sentido al observarlo. Después de sus declaraciones policiales, ninguno podía dar fe de lo que habían atestiguado bajo juramento. La imagen de “reptil”, “anfibio”, “pez”, “yacaré” ­—o cualquiera que fuera el término que utilizaran para referirlo—, se iba desdibujando en sus memorias como una estela en el agua, como a través de un remolino que arrastraba el recuerdo hasta lo más profundo del río, de la misma manera que el Pez había hecho con Sara Machi.".