lunes, 18 de abril de 2011

EL ÚLTIMO PIQUE (I)

La tierra comenzó a moverse antes de lo esperado. El acontecimiento indicaba que el objetivo estaba cumplido. Rápidamente, Juan se desplazó hacia uno de los arcos sustentado por dos columnas, intentando evitar que la mampostería ―que comenzaba a caerle como una copiosa lluvia de concreto― diera con su cabeza, en cuyo caso, no tendría más nada en qué pensar. En realidad, y analizando el escenario, era lo mejor que podía pasarle. Considerar que alguno de esos pedazos podría caerle en alguna pierna, inutilizándolo, o, peor, sobre los tubos de abastecimiento de oxígeno, augurándole una muerte lenta y por asfixia, lo aterraba. Pero un fragmento certero, en medio de la cabeza, no presentaría demasiadas dificultades. Según sus cálculos, no tardaría más de un minuto en darse por muerto.
Claro que ese no era el problema inmediato. Estar al amparo del arco era su prioridad. Era raro cómo se percibían las cosas en aquel lugar. En realidad, no era más que lo que sucedía cuando se estaba en un lugar cuya gravedad era notoriamente inferior a la que mantenían en la estación que, por otro lado, no hacía otra cosa más que replicar la misma con la que contaban en La Tierra. Saltar en una gravedad de 0,5 g duplicaba todo. Si en La Tierra podía saltar diez metros, allí podía multiplicar ese trayecto por dos. Con el tiempo sucedía lo mismo: el desplazamiento de los cuerpos también se duplicaba. El salto que en La Tierra demandaba cinco segundos, aquí demoraba diez, y todo con el mismo esfuerzo. Con lo cual, no era un  problema de fuerza física. El problema residía en que para una misma distancia, tenía que pensar en aplicar la mitad de la potencia, y cuando no se estaba habituado a ese tipo de ejercicios, todo podía complicarse.
Lo interesante del caso era que el cerebro no sabía de gravedades. La velocidad mental seguía siendo la misma, y esto podía ser un punto a favor, en la medida en que lograra ponerla de su lado: frente a cualquier problema que surgiese, tendría el doble de tiempo para pensar en qué hacer. El pensamiento trascurría a una velocidad a la cual se estaba habituado; era autónomo de cualquier circunstancia externa.
Así fue que calculó el salto. Lento, despacio, hincó sus rodillas y se impulsó. Entonces lo vio. Como contaba con el doble de tiempo hasta llegar al arco y solucionar en ese lapso el problema hacia el cual se dirigía, intentó ponerse en contacto con sus compañeros. En este caso, también la velocidad de desplazamiento de las ondas de radio era constante. Sin embargo, los intentos fueron inútiles. Sólo escuchaba un fritado. Nadie contestaba del otro lado. Eso podía indicar una de dos cosas: o bien habían hecho mal los cálculos, o bien los sistemas de comunicación habían sido dañados por la bomba de macrobios. Era sabido que los macrobios neutralizaban los sistemas de comunicación, con lo cual, no debía precipitarse en tomar conclusiones definitivas. Los chicos estarían bien y los encontraría más tarde en la cápsula. Entonces, todo se reduciría a un chiste, a la anécdota del cuento que podría no haberse contado.
Lo único que importaba en esos momentos era esquivar ese pedazo de mampostería contra el cual había salido despedido. En el aire, contorneó su cuerpo lo más que pudo. El giro fue en cámara lenta y pudo proyectar el sentido de su trayecto. Entonces supo que no lograría evitar el choque. La mampostería rozó una parte de la tela que le cubría el brazo, aunque no le ocasionó una rasgadura considerable. El traje neumático reguló el rasgón hasta cerrarlo. El estiramiento de la tela para cubrir el hueco le produjo un cierto vacío en esa zona del brazo, pero podría superar esa sensación de ventosa sin ningún inconveniente. El moretón producto de la gravedad negativa se le iría en un par de días. Respiró con alivio cuando tocó el suelo sin dificultades. Escrutó la posibilidad de algún otro inconveniente. Más allá de la lluvia de concreto, no tenía de qué preocuparse. Si bien el sismo comenzaba a ser más violento, se quedó al amparo del arco por unos minutos. El próximo paso sería dirigirse hacia la cápsula espacial para encontrarse con el grupo y regresar a la estación.
Cuando se precipitó hacia la cápsula, la situación empeoró. A la mampostería que caía dentro del recinto, se sumaron numerosas grietas que comenzaron a aparecer en el piso. Un par aquí, otras allá, otras debajo de sus pies. Sin embargo, en esos tramos iniciales, todavía contaba con las fuerzas suficientes para impulsarse hacia los otros pedazos de suelo, que también se agrietaban para dar paso a un vacío insondable. El pique fue inusual. Recordó tiempos en que le encantaba salir a correr y, más allá de las pruebas de resistencia, le gustaba hacer piques de velocidad. Sus compañeros de fútbol se la reconocían cuando corría una pelota y lograba dominarla antes de que saliera de la línea de juego. Nunca lo supieron, pero después de cada pique terminaba muerto. Se le dibujó una sonrisa. El esfuerzo que le había significado este pique había sido el doble del que necesitaba para poder llegar a cualquiera de esas pelotas; sin embargo sí, lo ha­bía logrado: había llegado hasta la cápsula. Una vez dentro de ella, la cerró y, por primera vez, respiró con alivio.


EL ÚLTIMO PIQUE (II)

Desde esa posición, ya más tranquilo, pudo darse cuenta de la gravedad de la situación. Nunca supo si la bomba había sido ubicada en el lugar previsto. De hecho, comenzó a pensar en que los cálculos habían fallado y había sido ubicada en el lugar equivocado. Las consecuencias parecían estar a la vista. Las grietas comenzaban a expandirse de la edificación como tentáculos rasgando el suelo que minutos antes le había servido de soporte para hacer esa carrera infernal. De sus compañeros, ni rastro. Intentó comunicarse varias veces pero, nuevamente, no obtuvo respuesta. Cuando se dio cuenta de que las fisuras comenzaban a alcanzar la cápsula, no tuvo más opción que ponerla en funcionamiento y elevarse hacia el espacio profundo.
La cápsula se elevó al tiempo que las grietas se hacían cada vez más grandes y la mayor parte del planetoide comenzaba a ceder presa de su propio peso. Desde el aire, vio cómo la edificación era engullida, cómo la mampostería era devorada, cómo uno de sus compañeros salía corriendo de la edificación y cómo era tragado rápidamente por una de las tantas quebraduras que comenzaban a mostrar en su fondo tramos del espacio infinito.
Intentó comunicarse con la estación espacial pero no tuvo suerte. Sin bien la pantalla titilaba, todavía no lograba establecer una comunicación fluida. Pensó en que quizá todavía estaba demasiado cerca de la influencia de las ondas macrobianas. Supuso que en cuanto se dispersaran, volvería a restablecerse la comunicación con la base. No se desesperó y se dispuso a aguardar un tiempo prudencial. Y el tiempo pasó.
Tan prudente fue que logró observar con estupor cómo el asteroide se fagocitaba a sí mismo, cómo iba desapareciendo a medida que las rocas se tragaban; cómo, progresivamente, el espacio en el que antes había habido un planetoide comenzaba a dar paso al vacío, a ese frío único que nunca se dejaba conocer, a esa gélida realidad que rodeaba todo lo que conocía.

miércoles, 6 de abril de 2011

EL NUEVO DESPERTAR




Cuando volvió a escuchar los truenos, Daniel abrió sus ojos, se levantó y se dirigió hacia la ventana. Al asomarse, descubrió que la tormenta continuaba. No podía recordar desde hacía cuánto que llovía, pero siempre lo despertaba algún trueno o el destello de algún relámpago que se le filtraba entre los párpados para dañarle los ojos. Por eso los mantenía cerrados siempre que podía. Ahora se habían acostumbrado a la penumbra y,  cobijado por ella, los vio llegar. Sintió una enorme sensación de alivio y salió corriendo a esperarlos al rellano de las escaleras. 
La puerta no tardó en abrirse y pudo escuchar las risas de María. Detrás de ella, Juan, con el traje empapado, traía una botella de champagne. La dejó sobre una mesita al lado de una porcelana china mientras cerraba la puerta con llave. María intentó encender la luz pero la penumbra se mantuvo. Él la abrazó y así comenzaron a subir las escaleras, dirigiéndose hacia el piso de arriba, cambiando las carcajadas por comentarios de la fiesta. Ambos pasaron a su lado sin dirigirle una palabra. Daniel se quedó triste, mirando cómo se metían en la habitación. Les siguió los pasos y se introdujo en ella.
Acostados, Juan no tardó en dormirse. María daba vueltas sin poder conciliar el sueño. Temblaba de frío. Un nuevo relámpago iluminó el recinto tiñendo todo de un blanco pálido. Daniel debió cerrar los ojos porque el destello se los perforó. Entonces fue cuando escuchó el grito de María. Al abrirlos, vio cómo María lo miraba y Juan se daba vuelta hacia ella, todavía somnoliento.
   Está al pie de la cama.
   Vamos María —dijo mientras volvía a apoyar su cabeza en la almohada—, tuvimos un día largo. ¿Por qué no dormís un poco?— inquirió.
   Es que aparece con la lluvia— le respondió ella con una voz que se desvanecía. 
   Ahí, no hay nada, María. Vamos a dormir— dijo cerrando sus ojos.
Ante un nuevo relámpago, la habitación volvió a iluminarse. Esta vez, Daniel pudo mirarla fijamente. No hubo destello que lo incomodara. Entonces fue cuando sus ojos se fundieron, cuando ella profirió un grito que se quedó disuelto en el rugir del trueno. Juan se movió sobresaltado.
—María —balbuceó, tocando su cuerpo para encontrarlo inerte; para encontrarla pálida, con mueca de horror, al abrir los ojos—. María —repitió, siguiendo el sentido de su mirada, sin lograr verla—. María —volvió a repetir cuando un nuevo relámpago la reveló apoyando sus manos sobre el pequeño Daniel.