sábado, 12 de noviembre de 2011

De Montero (fragmento de El Pez)

Guillermo Montero caminó inspirando el aire profundo que venía desde el río sin terminar de entender lo que estaba sucediendo. El caso era excepcional, digno de una novela de Conan Doyle o de Christie, o de algún cuento de Poe: el crimen perfecto que no dejaba rastros o, mejor dicho, que dejaba rastros que se llevaba el agua, que, para el caso, era lo mismo. 
Claro que en los grandes maestros del policial había Holmes o había Poirots o había Marples. En la escena policial porteña, no existía ningún apellido que pudiera enmarcarse en alguna de esas novelas con finales felices, en las que los criminales terminaban tras las rejas. En todo caso, era pertinente que rectificara parte de su razonamiento: los crímenes perfectos en Doyle, en Christie o en Poe, no existían. Para eso estaban esas grandes investigaciones cortadas por la tijera racionalista que, a pura lógica, lograban que los crímenes fueran imperfectos. 
Los crímenes perfectos se daban en Buenos Aires porque no había —o no había conocido a— ningún escritor que hubiera concebido a un Holmes; en todo caso,  había creado a un ser llamado Montero, que distaba mucho de ser perfecto.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

De Sabrina (fragmento de El Pez)

"... Su relato fue convincente, seguro, aunque por momentos Patricio debiera escuchar atentamente el hilo de voz por el que fluían sus palabras. La voz de Sabrina era tranquila, fina, y supuso que podía llegar al alarido en el caso de tener que ensayar un grito. Desde la aparición del Pez, Sabrina había tenido dificultades para mantener la concentración en lo que hacía. Si bien era algo que, había descubierto, había comenzado a controlar, durante la primera semana sufrió ataques de pánico que se fueron disipando a medida que los días fueron transcurriendo. Sintió que, de alguna manera, la imagen del Pez se le diluía. Sabrina le confesó que cualquier descripción que pudiera hacerle quedaría chica y que no le haría justicia a la impresión que le había provocado su presencia. Entender lo que significaba el Pez, sólo se comprendía en el marco de haberlo observado. Eso podía preguntárselo a cualquier testigo. Todos coincidirían en que cualquier definición o descripción del ser estaba fuera del alcance de cualquiera que no lo hubiese visto. Patricio asintió respetuosamente porque lo sabía. A través de las distintas entrevistas que había realizado, se había dado cuenta de que todos los testigos coincidían en algo: a medida que el tiempo pasaba, la sensación de pánico que habían sentido iba decayendo para ser sustituida por un recuerdo de vaguedad hacia el Pez, por una suerte de incapacidad a no poder describir con palabras lo que habían visto. Parecía como si hubiera una fuerza interna que, por un lado, se encargaba de ir desdibujando la imagen y, por otro, procuraba aplacar la sensación repulsiva que habían sentido al observarlo. Después de sus declaraciones policiales, ninguno podía dar fe de lo que habían atestiguado bajo juramento. La imagen de “reptil”, “anfibio”, “pez”, “yacaré” ­—o cualquiera que fuera el término que utilizaran para referirlo—, se iba desdibujando en sus memorias como una estela en el agua, como a través de un remolino que arrastraba el recuerdo hasta lo más profundo del río, de la misma manera que el Pez había hecho con Sara Machi.". 

miércoles, 29 de junio de 2011

LA INMORTALIDAD DE ANARKI (Fragmento sobre Maria)

María sintió que la angustia le llegaba desde adentro, que le reptaba desde el estómago para cerrarse como un puño alrededor del cuello, segándole la posibilidad del grito que no había logrado reprimir cuando contestó el teléfono aquella mañana.
El llamado la había depositado en un amanecer frío, en las pisadas que habían crujido entre el pasto de Villa Venecia y que habían quebrado la misma escarcha que cubría el rostro de Julia; aquella Villa Venecia que ahora le devolvía un cuerpo frío al que se abrazaba, pidiendo la misma respuesta que marcaban sus ojos vidriosos: un por qué.
Sus ojos no pedían venganza, pedían un por qué tan simbólico como el que María pedía desde hacía años, desde la huída de los dedos toscos que le habían rozado la blancura de una prenda de algodón, que le habían mostrado la penetración forzada apenas pasados los diez, los moretones donde no se veían, las amenazas, y la culpa de haber dejado que, llegada a la ciudad, otros dedos gordos arrancaran la oscuridad de sus ligas, la penetración consentida, los moretones y los billetes que contaba después de cada baño en el que el alma no se limpiaba.

lunes, 13 de junio de 2011

STANLEY BURTON

               De aspecto brillante e inmaculado por la gran cantidad de luces que lo iluminaban, el laberinto, al quedar en penumbras, escondía algo oscuro en un rincón de su compleja estructura. Más negro aún, el corazón de su habitante que, acurrucado en una progresiva demencia, balbuceaba en su noche ideas carentes de sentido. Buscando alguna coherencia perdida, cayó en la cuenta de que las luces se habían encendido y, tras agudizar su oído, escuchó unos ruidos procedentes del interior de su guardia. En completo silencio, sus ojos se opacaron y, tras una macabra sonrisa, se puso de pie y comenzó su búsqueda, mejor dicho, su cacería.
         La oferta era válida. No había dudado en aceptarla ni siquiera un segundo. Era la muerte o la libertad; la posibilidad de vengarse de aquellos que la habían condenado de por vida a una pequeña, fría y repugnante celda, en la prisión de alta seguridad para mujeres de Texas, o la muerte segura en la cámara de gas. Así que allí se encontraba, con un acertijo frente a sí que debía desgranar hasta el fin.
         Las blancas pero húmedas paredes se elevaban dos metros más allá de su cabeza, por lo que intentar treparlas —a pesar de su metro ochenta de estatura—, era un imposible. La reja que cubría el perímetro — un metro y medio más arriba del concreto de hormigón—, era tentadora, pero, como lo había pensado antes, era un despilfarro de energías innecesario. Además, no disponía de ningún elemento cortante como para abrir huecos. Por eso, sin más pérdida de tiempo, se internó de a poco en el laberinto.
         Las fotos eran la garantía de seguridad. Tanto Marie como Lucy lo habían logrado. Sus caras, rozagantes y felices luego de jugar, eran una prueba más que elocuente de que habían logrado sortear el laberinto. Por otro lado, no veía el momento de volverlas a ver. Mientras pensaba esto, y sólo guiada por su intuición, doblaba codos y enfrentaba pasillos, que la llevaban a otros tantos codos y pasillos. Todos iguales, hacían del problema un monótono pasatiempo que, aunque un tanto cansador, era más interesante y divertido que los largos motines que terminaban indefectiblemente en una violenta represión. Pero, esas eran las reglas del juego y ella las había aceptado. Continuó descifrando palmo a palmo el escurridizo enigma hasta que un toque de atención, o como un balde de agua fría, vio en la pared una pequeña mancha que lo único que le indicaba era que el acertijo no era tan fácil como creía pues ¿qué hacía una mancha de sangre en las frías paredes de un laberinto deshabitado?
         Stan ya rondaba los treinta y dos. Tenía dos cuando sus padres lo abandonaron. El mongolismo había sido la respuesta al por qué. Su coeficiente mental, a pesar de su enfermedad, sobrepasaba en alto grado la de una persona de por sí, ya inteligente. Por eso, las pruebas psicológicas posteriores, luego de detectar en su cerebro pequeñas lesiones, arrojaron como resultado que Stanley Burton era una perfecta máquina de matar. Cuando lo atraparon en ese callejón —luego de haber violado, matado y haberle comido los ojos a una prostituta de Nueva York—, estuvo detenido por varios años en el Hospital Psiquiátrico de esa ciudad. Apenas tenía dieciocho. A pesar del riguroso sistema de seguridad, logró escapar. Dos días después, y sin haber podido evitar la muerte de otras cinco jóvenes, la policía lo volvía a atrapar, encerrándolo en el pabellón psiquiátrico de la prisión de Texas. Genghis, el psicópata sería el nombre con que el mundo lo conocería. Murió en forma misteriosa y todos respiraron aliviados al conocer la noticia. Sin embargo, su suerte había sido otra: gracias a sus cualidades y presa de un experimento sin precedentes —una nueva forma de muerte—, fue trasladado a un laboratorio secreto de Arizona, donde lo encerraron en un laberinto hasta sus últimos días. Lo trataban bien, siempre y cuando cumpliese su tarea, lo que no era más que placer. Le propiciaban ropa y comida, pero, aunque su diera fuera siempre la misma, por lo menos le permitía satisfacer sus instintos más elementales: semana a semana, le entregaban una convicta terminal, a quien devoraba con placer, luego de atraparla en sus redes. Ellos cumplían con la sociedad y él también. Para Stan ¿qué mejor trato y vida que esa? 

viernes, 20 de mayo de 2011

ANIVERSARIO (fragmento)

No todos los días se cumplía un aniversario. Habían decidido una cena íntima en su departamento. Ella se encargaría de la comida y él llevaría el vino. Una música suave, los gemidos de un violín. Comieron en el piso utilizando la mesa pequeña sobre la que tenía un helecho, la habían limpiado y puesto un delicado mantel blanco. Todavía no habían encendido las velas. Para ello habría tiempo. Rieron. Del vino evaporándose surgió la charla íntima, los sueños postergados y el futuro por realizar. Se preguntaron sobre el tiempo y su forma arcana de marchitar pétalos y crear montañas. El fuego del hogar fue testigo. La charla terminó cuando, lejos, se encontraron tan cerca; cuando se acercó la hora de encender las velas y el timbre los retrajo a la habitación y a la lejanía.

martes, 3 de mayo de 2011

UN PUNTO EN LA LEJANÍA

Desde lo alto de la colina podía ver el tenebroso paisaje; hacia abajo, sobre la ladera, una parte de su monstruoso castillo. Todavía no estaba seguro de si el ángulo de su visión era el correcto. Entonces, al tiempo que cerraba los ojos, acerqué la cara procurando ahondar en su interior.
La figura estaba quieta, con el brazo extendido hacia una lejanía difusa, repleta de tonalidades grises que se perdían unas dentro de otras. Más que al castillo, señalaba ese punto más allá del mar. Arriba de la colina, pudo percibir la presencia a sus espaldas. Desde esa altura, lograban dominar el paisaje; él ya había escapado al asedio y se había dado vuelta para tener la última visión de un mundo que se derrumbaba. A su izquierda, el río bajaba serpenteando entre tierras yermas y animales que huían; a su derecha, el borde del acantilado caía en un mar picado que pugnaba por tocar una costa que jamás alcanzaría. Desde el borde de aquel, una parte del ejército se precipitaba a las aguas, mientras que otra era desplazada fuera de cuadro. En el centro, el castillo era destruido por una furia que, en un primer momento, juzgué invasora pero que comenzaba a revelarse justiciera. No sé de dónde habían salido, pero las catapultas ya habían lanzado las piedras que, ahora suspendidas, no tardarían en destruir torretas y muros. El pensamiento fue claro y la transmisión automática. Abrió los ojos y se separó.
De alguna manera me di cuenta de que aquella representación era la que yo buscaba aunque, en ese instante, me percaté de que no compartía mi visión del mundo. El profundo olor a tristeza y desolación, dado por las tonalidades de grises, sólo le pertenecía a él. Las hordas no tardarían en encontrarlo. Aquel hombre era un fugitivo, seguramente habría sido un rey y, en un último acto, persistía en su idea de señalarme el horizonte. Entonces tomé la decisión.
Debía darle un tono más vivo. El punto en la lejanía al que apuntaba no era el de un ocaso sino el de un crepúsculo. Tomé mi paleta de óleos y con la punta del pincel, comencé a mezclar amarillos con rojos. Ese tono en el horizonte proyectaría los futuros fuegos que consumirían su castillo pero, al mismo tiempo, daría la sensación del nuevo mundo que nacía. Di el primer trazo justo antes de que saltara al vacío. 

lunes, 18 de abril de 2011

EL ÚLTIMO PIQUE (I)

La tierra comenzó a moverse antes de lo esperado. El acontecimiento indicaba que el objetivo estaba cumplido. Rápidamente, Juan se desplazó hacia uno de los arcos sustentado por dos columnas, intentando evitar que la mampostería ―que comenzaba a caerle como una copiosa lluvia de concreto― diera con su cabeza, en cuyo caso, no tendría más nada en qué pensar. En realidad, y analizando el escenario, era lo mejor que podía pasarle. Considerar que alguno de esos pedazos podría caerle en alguna pierna, inutilizándolo, o, peor, sobre los tubos de abastecimiento de oxígeno, augurándole una muerte lenta y por asfixia, lo aterraba. Pero un fragmento certero, en medio de la cabeza, no presentaría demasiadas dificultades. Según sus cálculos, no tardaría más de un minuto en darse por muerto.
Claro que ese no era el problema inmediato. Estar al amparo del arco era su prioridad. Era raro cómo se percibían las cosas en aquel lugar. En realidad, no era más que lo que sucedía cuando se estaba en un lugar cuya gravedad era notoriamente inferior a la que mantenían en la estación que, por otro lado, no hacía otra cosa más que replicar la misma con la que contaban en La Tierra. Saltar en una gravedad de 0,5 g duplicaba todo. Si en La Tierra podía saltar diez metros, allí podía multiplicar ese trayecto por dos. Con el tiempo sucedía lo mismo: el desplazamiento de los cuerpos también se duplicaba. El salto que en La Tierra demandaba cinco segundos, aquí demoraba diez, y todo con el mismo esfuerzo. Con lo cual, no era un  problema de fuerza física. El problema residía en que para una misma distancia, tenía que pensar en aplicar la mitad de la potencia, y cuando no se estaba habituado a ese tipo de ejercicios, todo podía complicarse.
Lo interesante del caso era que el cerebro no sabía de gravedades. La velocidad mental seguía siendo la misma, y esto podía ser un punto a favor, en la medida en que lograra ponerla de su lado: frente a cualquier problema que surgiese, tendría el doble de tiempo para pensar en qué hacer. El pensamiento trascurría a una velocidad a la cual se estaba habituado; era autónomo de cualquier circunstancia externa.
Así fue que calculó el salto. Lento, despacio, hincó sus rodillas y se impulsó. Entonces lo vio. Como contaba con el doble de tiempo hasta llegar al arco y solucionar en ese lapso el problema hacia el cual se dirigía, intentó ponerse en contacto con sus compañeros. En este caso, también la velocidad de desplazamiento de las ondas de radio era constante. Sin embargo, los intentos fueron inútiles. Sólo escuchaba un fritado. Nadie contestaba del otro lado. Eso podía indicar una de dos cosas: o bien habían hecho mal los cálculos, o bien los sistemas de comunicación habían sido dañados por la bomba de macrobios. Era sabido que los macrobios neutralizaban los sistemas de comunicación, con lo cual, no debía precipitarse en tomar conclusiones definitivas. Los chicos estarían bien y los encontraría más tarde en la cápsula. Entonces, todo se reduciría a un chiste, a la anécdota del cuento que podría no haberse contado.
Lo único que importaba en esos momentos era esquivar ese pedazo de mampostería contra el cual había salido despedido. En el aire, contorneó su cuerpo lo más que pudo. El giro fue en cámara lenta y pudo proyectar el sentido de su trayecto. Entonces supo que no lograría evitar el choque. La mampostería rozó una parte de la tela que le cubría el brazo, aunque no le ocasionó una rasgadura considerable. El traje neumático reguló el rasgón hasta cerrarlo. El estiramiento de la tela para cubrir el hueco le produjo un cierto vacío en esa zona del brazo, pero podría superar esa sensación de ventosa sin ningún inconveniente. El moretón producto de la gravedad negativa se le iría en un par de días. Respiró con alivio cuando tocó el suelo sin dificultades. Escrutó la posibilidad de algún otro inconveniente. Más allá de la lluvia de concreto, no tenía de qué preocuparse. Si bien el sismo comenzaba a ser más violento, se quedó al amparo del arco por unos minutos. El próximo paso sería dirigirse hacia la cápsula espacial para encontrarse con el grupo y regresar a la estación.
Cuando se precipitó hacia la cápsula, la situación empeoró. A la mampostería que caía dentro del recinto, se sumaron numerosas grietas que comenzaron a aparecer en el piso. Un par aquí, otras allá, otras debajo de sus pies. Sin embargo, en esos tramos iniciales, todavía contaba con las fuerzas suficientes para impulsarse hacia los otros pedazos de suelo, que también se agrietaban para dar paso a un vacío insondable. El pique fue inusual. Recordó tiempos en que le encantaba salir a correr y, más allá de las pruebas de resistencia, le gustaba hacer piques de velocidad. Sus compañeros de fútbol se la reconocían cuando corría una pelota y lograba dominarla antes de que saliera de la línea de juego. Nunca lo supieron, pero después de cada pique terminaba muerto. Se le dibujó una sonrisa. El esfuerzo que le había significado este pique había sido el doble del que necesitaba para poder llegar a cualquiera de esas pelotas; sin embargo sí, lo ha­bía logrado: había llegado hasta la cápsula. Una vez dentro de ella, la cerró y, por primera vez, respiró con alivio.


EL ÚLTIMO PIQUE (II)

Desde esa posición, ya más tranquilo, pudo darse cuenta de la gravedad de la situación. Nunca supo si la bomba había sido ubicada en el lugar previsto. De hecho, comenzó a pensar en que los cálculos habían fallado y había sido ubicada en el lugar equivocado. Las consecuencias parecían estar a la vista. Las grietas comenzaban a expandirse de la edificación como tentáculos rasgando el suelo que minutos antes le había servido de soporte para hacer esa carrera infernal. De sus compañeros, ni rastro. Intentó comunicarse varias veces pero, nuevamente, no obtuvo respuesta. Cuando se dio cuenta de que las fisuras comenzaban a alcanzar la cápsula, no tuvo más opción que ponerla en funcionamiento y elevarse hacia el espacio profundo.
La cápsula se elevó al tiempo que las grietas se hacían cada vez más grandes y la mayor parte del planetoide comenzaba a ceder presa de su propio peso. Desde el aire, vio cómo la edificación era engullida, cómo la mampostería era devorada, cómo uno de sus compañeros salía corriendo de la edificación y cómo era tragado rápidamente por una de las tantas quebraduras que comenzaban a mostrar en su fondo tramos del espacio infinito.
Intentó comunicarse con la estación espacial pero no tuvo suerte. Sin bien la pantalla titilaba, todavía no lograba establecer una comunicación fluida. Pensó en que quizá todavía estaba demasiado cerca de la influencia de las ondas macrobianas. Supuso que en cuanto se dispersaran, volvería a restablecerse la comunicación con la base. No se desesperó y se dispuso a aguardar un tiempo prudencial. Y el tiempo pasó.
Tan prudente fue que logró observar con estupor cómo el asteroide se fagocitaba a sí mismo, cómo iba desapareciendo a medida que las rocas se tragaban; cómo, progresivamente, el espacio en el que antes había habido un planetoide comenzaba a dar paso al vacío, a ese frío único que nunca se dejaba conocer, a esa gélida realidad que rodeaba todo lo que conocía.

miércoles, 6 de abril de 2011

EL NUEVO DESPERTAR




Cuando volvió a escuchar los truenos, Daniel abrió sus ojos, se levantó y se dirigió hacia la ventana. Al asomarse, descubrió que la tormenta continuaba. No podía recordar desde hacía cuánto que llovía, pero siempre lo despertaba algún trueno o el destello de algún relámpago que se le filtraba entre los párpados para dañarle los ojos. Por eso los mantenía cerrados siempre que podía. Ahora se habían acostumbrado a la penumbra y,  cobijado por ella, los vio llegar. Sintió una enorme sensación de alivio y salió corriendo a esperarlos al rellano de las escaleras. 
La puerta no tardó en abrirse y pudo escuchar las risas de María. Detrás de ella, Juan, con el traje empapado, traía una botella de champagne. La dejó sobre una mesita al lado de una porcelana china mientras cerraba la puerta con llave. María intentó encender la luz pero la penumbra se mantuvo. Él la abrazó y así comenzaron a subir las escaleras, dirigiéndose hacia el piso de arriba, cambiando las carcajadas por comentarios de la fiesta. Ambos pasaron a su lado sin dirigirle una palabra. Daniel se quedó triste, mirando cómo se metían en la habitación. Les siguió los pasos y se introdujo en ella.
Acostados, Juan no tardó en dormirse. María daba vueltas sin poder conciliar el sueño. Temblaba de frío. Un nuevo relámpago iluminó el recinto tiñendo todo de un blanco pálido. Daniel debió cerrar los ojos porque el destello se los perforó. Entonces fue cuando escuchó el grito de María. Al abrirlos, vio cómo María lo miraba y Juan se daba vuelta hacia ella, todavía somnoliento.
   Está al pie de la cama.
   Vamos María —dijo mientras volvía a apoyar su cabeza en la almohada—, tuvimos un día largo. ¿Por qué no dormís un poco?— inquirió.
   Es que aparece con la lluvia— le respondió ella con una voz que se desvanecía. 
   Ahí, no hay nada, María. Vamos a dormir— dijo cerrando sus ojos.
Ante un nuevo relámpago, la habitación volvió a iluminarse. Esta vez, Daniel pudo mirarla fijamente. No hubo destello que lo incomodara. Entonces fue cuando sus ojos se fundieron, cuando ella profirió un grito que se quedó disuelto en el rugir del trueno. Juan se movió sobresaltado.
—María —balbuceó, tocando su cuerpo para encontrarlo inerte; para encontrarla pálida, con mueca de horror, al abrir los ojos—. María —repitió, siguiendo el sentido de su mirada, sin lograr verla—. María —volvió a repetir cuando un nuevo relámpago la reveló apoyando sus manos sobre el pequeño Daniel.

jueves, 17 de marzo de 2011

24

Entre tanto chupi, el petardo era infaltable —del que explota y del otro. Por eso, cuando Papá Noel irrumpió en medio de la reunión, todos se cagaron de risa. Hasta el negro Baltasar se había adelantado de fecha. Ahí andaba, en pleno 24 chorreando betún por todos lados. Un desubicado.

Papá Noel llevaba la peor. La bolsa a sus espaldas era tan grande como él y ni Melchor ni Gaspar amagaron a ayudarlo. “¡Qué amargos!”, pensé, “cómo se nota que morfan dátiles y los camellos los llevan de acá para allá; nada de andar sufriendo renos por las alturas”. 

—¡Mojojójo, Feliz Navidad! —disparó Papá Noel, mientras los otros tres desenfundaban unas recortadas más grandes que sus barbas.

Papá Noel abrió la bolsa y se limitó a esperar que cada uno de nosotros desfilara para tirar adentro joyas y billeteras.

—Pa’ los regalos —se excusó, y los cuatro se tomaron el palo. 

domingo, 13 de marzo de 2011

LA QUINTA COLUMNA (Parte 3) 2008

[...]

Vuelve la parodia: el galpón cerrado, el agobio de las luces, la garganta reseca, la necesidad de agua pero sólo hay vino, la pareja que pide la cuenta, la relectura de Alexis, las ganas de gritarle su furia, su sexto trago, la mano que se levanta; Gaia que camina, ahora sí, moviendo el culo, pero no tanto como él sabe ella sabe moverlo. Me está envenenando, piensa, y si el amor no tiene algo de veneno, dónde está la contradicción de los sentimientos que se encuentran (tan mal frase de quien la haya ideado; a esta altura, colisionan). Pedro se pregunta de dónde se sacan esas ganas de querer dar la vida por los ojos que ahora se posan en otros; otros ojos que ahora los observan y que, ante su mirada, vuelven a caer en el fondo del whisky doble (que no es té). Alexis pide su cerveza, él apenas balbucea su cerdo agridulce, la mandíbula se le afloja; tiene sed; otro sorbo; siente que apenas puede retener las ganas de ir al baño; la pareja se levanta y se va sin pagar. Habrá que volver a hacer otra retoma pero el director calla, tan absorto en la perfección de la escena. Es cierto, todo sale redondo; tan redondo que Nuria, los maquilladores y los ayudantes se van del plató. Gaia trae el cerdo y la cerveza. Alexis le repasa el plan: él se levantará, se dirigirá al baño, escapará y cuando escuche los disparos... pero Pedro ya no escucha. El dolor y la sequedad le anuncian un calambre inmediato. La escena continúa con la precisión de un reloj que ahora sí le permite ir al baño. Se disculpa y se levanta. No podrá seguir por el resto del día. El director le pide tranquilidad, que siga así, que su actuación está siendo sublime. Pedro no lo duda aunque los dolores no hayan estado en el guión. Pedro camina con paso torpe. La cámara lo sigue desde un steadycam. La escena parece real, dolorosamente real. Cuando entra al baño escucha el corte del director, los aplausos, el final de la escena y él que se desploma sobre el piso del baño. Se arrastra hasta el inodoro. El cerdo agridulce. Entonces ya no escucha bien. Las contracciones le demandan energía, y todas sus fuerzas están centradas en controlarlas. Llega al inodoro y apoyándose en él, intenta erguirse para alcanzar la ventana. Escucha los disparos, aunque en la vorágine parece ser uno. Ya debería estar afuera. Ya debería haber arrancado el auto. Cuando Alexis note que no está ahí, volverá y lo llevará al hospital. Sí, Alexis no tardará en volver en su ayuda. Pedro vuelve a desplomarse y apoya el codo sobre el inodoro. Todo gira, todo da vueltas. Piensa en el galpón cerrado, en el agobio de las luces, en el calor y en la sed; en la pareja que pide el café, la cuenta y se va sin pagar; en el director tranquilizándolo, en el cerdo agridulce y en las seis copas de vino. Abre la boca para que le entre el aire, para oxigenarse más, para recobrar fuerzas y pedir ayuda. Apenas suelta un gemido cuando decide apoyar su cabeza contra el piso y esperar a que Alexis lo socorra. Sí, así, en posición fetal va a aguantar mejor el dolor, se dice por lo bajo, mientras ve por el espacio debajo de la puerta que alguien se acerca desde el salón. La puerta se abre. Pedro levanta su mano reclamando el socorro.
– El vino… –balbucea en un hilo de voz.
            Los ojos se le humedecen pero en el calidoscopio logra ver una figura que se apoya en el marco; una figura que le sonríe y que parece esperar una señal; una figura que apaga la luz cuando un auto arranca y que se aleja moviendo (ahora sí), perfecta, su culo de un lado a otro.

miércoles, 9 de marzo de 2011

LA QUINTA COLUMNA (Parte 2) 2008

[...]

Los seis giran sus cabezas hacia detrás de la cámara.

– ¿Dónde está el continuista? ¿Dónde está ese maldito continuista? –vocifera el director.
– ¿Qué pasa? –dice Nuria, perdida detrás de sus anteojos, ya casi marcando una quinta retoma en la planilla.
– ¡El reloj! ¡El reloj! Se supone que Pedro no debe ir al baño hasta las seis y veinte. ¿Qué carajo hace el reloj a las cinco y media? ¿No se dan cuenta que hay un problema de continuidad? ¿Dónde está el maldito continuista? ¡Es él el que tiene que estar en esos detalles, no yo! —remata.
Un hormiguero de asistentes salta al escenario para volver a ubicar todo en su lugar: el reloj en hora, la nueva medida de whisky para Nicolás, las tazas de café de la pareja en la barra: detalles que les dan tiempo a los maquilladores para retocarles el rostro. Pedro resopla mientras le espolvorean la cara. Siente su frente perlada y también un sudor frío. El galpón es agobiante. En realidad, todos los platós lo son. Tiene la boca reseca. Sabe que es el vino. Necesitaría agua para aplacar la sed; raudales de agua para calmar esa sequedad que parece subirle desde la boca del estómago. Es Gaia quien se le acerca para servirle el sexto vaso.
– No, no, no señorita. Quiero una botella de agua.
– Eso no está en el guión —sonríe ella, mostrando sus pequeños dientes blancos.
– Me querés mamar. Ya vamos a hablar.
Gaia sigue mostrándole esa boca entreabierta desde la que se asoma su lengua, aquella que lo rozaba y lo hacía resbalar hacia la caricia del olvido, hacia el tiempo placentero en que el mundo se detiene. Ella no le contesta; está absorta procurando que no se le derrame ni una sola gotita.
– Ya vas a ver si no vamos a hablar.
– Eso si te queda aliento. No tenemos nada más que hablar —le responde con un gesto duro, casi desafiándolo. Pura ciclotimia, la tan buena actriz. Le daría vuelta la cara de una bofetada pero los hombres deben ser caballeros; los caballeros deben saber mostrar su otra mejilla y él es caballero, y sin embargo… Alexis parece adivinarle la intención y lo toma del brazo.
– Dejála boludo. Después hablan. Terminemos con esta escena de una buena vez—, le dice por lo bajo.
Pedro mira a Nicolás, que le devuelve una sonrisa socarrona desde la barra.
– Y vos ¿qué carajo mirás? Vos también la vas a ligar. No te pensés que te la vas a llevar de arriba.
– Che, a ver si dejan esas boludeces para después —dice el director—. Gaia, más actitud. Ya premeditaste todo con Nicolás. Mové más la cintura cuando te acerques a la mesa. Con ese movimiento Pedro confirma que estás con Nicolás, y eso es lo que da pie a lo que sigue. Gaia, acordáte: sos Dalila ante de cortarle las chuzas a Sansón. Vamos, che, media pila. Esta escena deberíamos haberla terminado hace media hora por lo menos. Los quiero concentrados. Pedro, ¿vos te sentís bien, estás para seguir?
Pedro sabe lo que sigue. Todo es parte de la parodia. Le responderá que sí, levantando su pulgar pero mirando fijamente a Gaia. El director volverá a dar la acción para que la escena siga hasta el final. Volverá el giroscopio del galpón y las luces agobiándolos. Seguirá la sed y sólo habrá vino. El director largará la escena más tarde, cuando él levante la mano y Gaia se acerque a la mesa. Alexis pedirá su cerveza y él su cerdo agridulce. Alexis repasará los pasos a seguir. Él hará que se siente mal y se irá al baño, desde donde se escapará por la pequeña ventana que está en la pared contra la que descansa el inodoro. Desde afuera escuchará los cuatro disparos, después de los cuales se encontrará con Alexis para huir en el auto que él ya habrá arrancado. Fin de la secuencia. De ellos no se sabrá más nada; sí en la secuela, pero no ahora. Para cuando llegue la policía, ya habrán escapado y la venganza estará consumada. Encontrarán los cuatro cadáveres y deducirán que todo fue un crimen pasional. Fin de la película. En la increíble ironía de la doble escena, casi quiso que las balas fueran reales.
– ¿Pedro? ¿Estás bien? –repite el director.
Pedro levanta su pulgar mirando fijamente a Gaia.
– Bárbaro. Los puteríos me los dejan afuera, ¿se entendió? Vamos de vuelta, desde que te tomás el trago antes de llamarla a Gaia, y vos, Gaia, cuando te acerques a la mesa, ¡acordáte de moverte! ¡Mové el culo!, ¿Estamos? Vamos de vuelta. ¿Cámara?
– Corre cámara.
– ¿Sonido?
– Corre sonido.
– ¿Listos?
Todos asienten.
– Y… ¡acción!

lunes, 28 de febrero de 2011

LA QUINTA COLUMNA (Parte 1) 2008


“Naturalmente hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera.”

El jardín de los senderos que se bifurcan
Jorge Luis Borges



            El bar está montado en un galpón que huele rancio y decadente. Los reflectores no hacen otra cosa que aumentar el agobio. Unos están dispuestos sobre trípodes, mientras que otros caen desde las estructuras metálicas del techo. Pedro está sentado frente a Alexis. Los cuatro vasos de vino ya lo tienen mareado. Hubiera preferido rebajarlo con soda, total, las burbujas del vino cola podrían haberse simulado colocando un sifón de soda sobre la mesa, pero ya no hay problema. Después del cuarto vaso, ¿dónde está el problema?
En otra mesa una pareja le pide otro café a la mesera. Ella vuelve a la barra para preparar el pedido. Pedro se siente bien, casi con todas las fuerzas para gritarle su furia, por qué no su impotencia. Mientras Alexis relee sus líneas camufladas en el menú, él se decide por el cerdo agridulce, la especialidad de la casa. La mesera deja el pedido en la mesa de la pareja; Pedro toma su quinto trago, levanta la mano y la mesera se les acerca con esa falsa sonrisa de interés momentáneo, ávida de brindar un buen servicio para obtener una buena propina. Camina con paso lento, apenas moviendo su contorno de un lado a otro. Tan buena actriz.
            – Hola, ¿ya se decidió? –le dice a Alexis como si nada, como si el mundo se restringiera a eso, a la perfecta naturalidad del acto premeditado, ensayado; como si detrás de esas palabras no subyaciera nada, como si resultara imposible leer entre líneas. Gaia mira a Pedro con sus perfectos ojos grises, con esa mirada extraña que le otorgan sus cejas oblicuas, de ángulo obtuso cuyo vértice se apoya sobre la nariz recta que cae perpendicular sobre la boca pequeña, de labios rectos y dulces. Pedro piensa en esa boca, en esa lengua que alguna vez intentó adiestrar; en esa lengua que, en lugar de fundirse en la suya, parecía rozarla de un lado a otro con su punta, simulando limpiarse los labios manchados de helado, alguna tarde veraniega en el Centenario. Pedro piensa que Gaia, a fin de cuentas, es sólo eso: una buena actriz; por lo demás, le sabe al dolor de ya no ser.
En la punta del mostrador Nicolás los observa. Pedro lo mira y Nicolás vuelve al fondo de su whisky doble —que acaso sea té—, para continuar con sus cavilaciones. Pedro sabe que está pensando en él; también sabe que está pensando en Gaia. Pedro duda de que sepa de sus medidas traiciones a través del tiempo; de sus acciones calculadas, frías, de ojos ausentes de párpados y de lengua bífida. Pedro se pregunta si Nicolás alguna vez se planteó la posibilidad de estar sentado, como él, a punto de pedirle un cerdo agridulce; también, si habrá notado lo mismo cuando la besa, si habrá tenido su misma sensación en el roce de las lenguas, alguna vez, después de un helado en el Centenario. No lo cree. Todavía es invierno. Por lo demás, Pedro sabe qué sintió cuando ocupó el lugar de Nicolás; alguna vez él también supo saborear ese whisky —que no era té—, y el que le pedía el cerdo agridulce era Alexis. Toda una parodia, toda una rotación de personajes. Ante la insistencia de Gaia, sabe que debe levantar la vista, hacer como si nada sucediera. Alexis le pedirá una cerveza, ella recomendará el cerdo que Pedro ya eligió y cuando le ofrezca algo para tomar, sabe que ratificará el vino —aunque necesite agua. Con el vino está bien —raudales de agua. Cuando se dirija al baño, Alexis se levantará, les disparará a Gaia y a Nicolás, y también a la pareja. Siempre muere gente inocente para no dejar testigos.
– ¿Va a pedir algo? –insiste Gaia como si nada, como prolongando la ausencia y la simulación. El eco de su voz se disipa en el bar montado.
Alexis la mira.
– Sí, yo quiero una cerveza.
– El cerdo agridulce es la especialidad –recomienda Gaia mostrando la punta de la lengua entre sus dientes blancos.
«De cerdos está hecho el mundo -piensa Pedro-, lo agridulce es lo que lo define».
– Yo quiero el cerdo.
– Muy bien, ¿le sirvo más vino?
– ¡Corten! ¡Corten!

miércoles, 23 de febrero de 2011

EL LAGO DEL DESTINO (1992)


El paraje era desolador, una mezcla entre un paisaje de película de terror clase B con alguna genialidad de Dalí. Las estalactitas colgaban del techo de la caverna. Oscura, tenebrosa y de luminiscencias rojizas, escondía bajo las sombras, que formaban los codos y pasajes, pequeños demonios de forma escurridiza. El calor era agobiante y la atmósfera se pegoteaba a las ropas de aquel hombre como abejas a un panal de miel. Los graznidos de angustia hacían el clima aún más irrespirable. De ojos profundos, facciones esqueléticas y barba de tres días, continuaba su travesía escudriñando palmo a palmo cada rincón del lugar. Tras un recodo descubrió aquella fuente de luz: un inmenso pozo de unos cuantos cientos de metros se abría a su paso. En su base, un gigantesco e hipnótico lago de lava burbujeante, expulsaba sus entrañas invitando a penetrarlo.

—Muchos lo han cruzado —dijo una voz a sus espaldas.
El hombre se dio vuelta alarmado. Un ser de aspecto humanoide se erguía acechante a sus espaldas. Sólo bastaría un pequeño empujón de para arrojarlo a la incandescente piscina. A pesar de todo, no le ocasionaba molestia ni angustia alguna; es más, de alguna forma su presencia lo tranquilizaba.
—¿Quiénes son capaces de cruzar semejante lago a más de mil grados de temperatura? —preguntó con intriga.
—Aquellos que están más allá de la muerte —respondió el ser de nariz aplastada y cornamenta colosal, que observaba el fondo del vacío—. Aquellos que llegan aquí, deben probar que están más allá de todo, tanto del bien como del mal.
—¿Del bien? —preguntó ignorando casi toda la frase—, esto más bien parece el infierno —afirmó volviéndose hacia el ser.
—Esto es el infierno —dijo el Goliat, tras lo cual agregó tomándolo de la mano— Es hora de partir —y lo condujo hacia el fondo del abismo.
El hombre observaba todo con extrema cautela. Tras un recodo y con el demonio a sus espaldas, observó una larga cola de almas que, como él, esperaban el turno. Cada uno de ellos, tenía su propio guardián.
—Todos tienen la obligación de cruzarlo. Quienes se hunden son levantados por los ormags…
—¿Quiénes son los ormags? ¿Adónde los llevan? —cuestionó el hombre, mientras observaba cómo un hombre era elevado por uno de los seres alados que graznaba como un águila enfurecida.
—Son los guardianes de las puertas oscuras, aquellas que se abren para dejar entrar pero no para dejar salir. Los que se hunden delatan sus vidas de miseria y despotismo. Son llevados según sus culpas al lugar donde pagarán sus errores; mucho de ellos, irán directamente al corazón del infierno. Los que lo cruzan van al purgatorio… la Tierra, como le dicen ustedes.
            La espera se hizo incesante, pues conocía sus culpas y sabía que no lo lograría. Sin embargo, un sentimiento de profunda tranquilidad lo invadía, convirtiéndolo todo en una especie de juego macabro. Llegó su turno y observó el largo camino frente a sus pies. Cerró los ojos y comenzó a transitarlo. Su silencio fue perfecto, como así también el de sus testigos. El Goliat lo observó. Segundos después esbozó una sonrisa dejando relucir sus irregulares dientes podridos.
El trayecto mediaba su fin. El hombre abrió los ojos y miró sus pies. Brillaban con una incandescencia que lo cegó. Observó sus manos mientras un ormag revoloteaba a su alrededor. Una gota de sangre explotó en su palma… y otra… y otra. Sus ojos brillaron con luz maligna y el ormag cayó en la laguna, quemando sus alas y expulsando su último grito. Una explosión en el techo de la caverna rompió el silencio en el fondo del pozo. Una tormenta de sangre y piedras dio comienzo. El caos fue total. Mientras todos buscaban algún refugio y el mar de lava se picaba haciéndose presa del vendaval, el hombre, en una mueca de horror, placer y furia, levantó sus brazos y se entregó entero al nuevo dueño de su alma. El cielo, visible entre los huecos de caverna, tornó vigorosamente su azabache a escarlata. Un ser amorfo y gigantesco, de ojos de fuego y cuernos retorcidos, rugió en la oscuridad, mientras se presentaba introduciéndose como una ráfaga dentro de la cueva. Se mantuvo flotando y acechante a diez metros sobre el nivel de la lava. Sus fauces chorreaban ácido y su nariz expulsaba humo amarillento. Graznó hacia el cielo y remolinos de fuego procedentes del lago envolvieron al hombre que mutaba segundo a segundo en las más retorcidas y espantosas formas. Su cara transformada, era parecida a la del ser dantesco, aunque aparentaba cierta jovialidad. Los dos aullaron al cielo y escaparon por los huecos de la caverna dejando tras de sí un vacío que succionó a más de un prevenido. El Goliat observó el espectáculo y tras él, murmuró entre dientes
—Un nuevo ángel ha caído, una nueva forma de terror ha comenzado y las profecías del Libro Oscuro, finalmente se han cumplido. 

jueves, 10 de febrero de 2011

MENGUANTE (2001)

Hasta donde se informó, el hecho se imputó a una mera distracción, a un exceso de cansancio. Sé que iba lúcido, que la soledad lo llevó al recuerdo, que el secreto lo condujo al camino y su confluencia inicua a acelerar los acontecimientos. La niebla influyó y tampoco iba cansado.
Se adujo que el empalme con la ruta principal lo esperaba detrás de una larga pared de álamos. Una distracción atribuida al agotamiento emergió de la necesidad de esclarecer el hecho. 
Esta versión no está autorizada pero en todo caso, ¿cuál de ellas lo está? Poco importa. Las sombras que se alzaron entre árboles, alambrados y tranqueras, pudieron lograr que la visión fallara. Aunque no. La velocidad por el camino de tierra y un sentido menguante, le advirtieron sobre la necesidad de encender las luces. Las largas encandilaron. 
Sé que el recuerdo brotó de la niebla para segar el cruce. Sé que el secreto lo desarticuló por una fracción de segundo. Sé que entonces llegó el temblor, el volantazo inútil y un solo cuerpo en la mitad del camino.